Hace algunos años
empecé mis andaduras en el mundo literario a través de la recopilación de unas anécdotas
que formaron parte de mi universo infantil, historias contadas como si de un
cuento se tratara en las calurosas tardes de verano, por parte de mis padres y
mis abuelos. Dicha colección se transformaría en una novela que no
representaría sino parte del legado que quería dejar en herencia a mis hijos:
una memoria histórica indispensable para seguir seguros hacia el futuro, con
una sabiduría adquirida imprescindible para no cometer los mismos errores. Algo
tan simple como el conocimiento de algunos hechos históricos, algo tan banal
como el aprender de lo sucedido, parece no serlo tanto en los días de la
ignorancia institucionalizada. Mañana, casi hoy dada la hora, 25 de abril, será
un día festivo en el país que me ha visto nacer: los niños no tendrán colegio y
muchos padres aprovecharán para
organizar unas mini vacaciones con la familia. Pero sólo la frase de una amiga
en un e mail esta tarde, me ha hecho reflexionar sobre la importancia de
escribir estas líneas: ya había decidido hacerlo, pero sus palabras han dado un
giro inesperado al sentido de mi escrito.
“Feliz 25 de abril”
rezaba su misiva “y, por favor, no os canséis de contar qué significado tiene
este día o pronto, todo el mundo lo habrá olvidado”.
Este escrito que quería
ser una dedicatoria a mi padre, que en esta fecha emblemática celebra su onomástica
y del que he tenido la suerte de oír contar los hechos que vendrán a
continuación, ya que los vivió en primera persona, se ha convertido en una
desesperada lucha contra el olvido y el desconocimiento.
Acto seguido os
contaré la anécdota, novelada, que vivió mi padre en su día y que es parte
integrante de mi novela “La memoria del agua”. Si me lo permitís, añadiré una
improvisada versión en italiano, una traducción rápida para quién no esté
dispuesto a olvidar.
Dedicado a mi padre y a
la amiga que no cree en el olvido.
“…La
vuelta a Bologna había sido dura. La ciudad estaba controlada con mano de
hierro por los alemanes. La vida se reducía a poco más que ir a la escuela y al
trabajo: además la casa de Edoardo ya no existía. Desde la ventana del cuarto
que él y su hermana habían ocupado en la casa de la tía Gianna, Marco escuchaba
los pasos de la ronda alemana que marchaba por la via Santo Stefano y las
adyacentes, desde el anochecer. El toque de queda entraba en vigor a las diez
de la noche y, hasta las seis de la mañana, nadie, sino con un permiso
especial, podría haberse aventurado por las calles de Bologna sin arriesgarse a
ser detenido. Las ventanas tenían que permanecer cerradas a cal y canto y las
luces apagadas u ocultadas. Marchas nocturnas, toque de queda, alarmas, huidas
a los refugios y bombardeos habían sido lo acostumbrado durante meses. Hasta
aquella noche, la noche entre el 20 y el 21 de abril de 1945, en la que un
extraño silencio envolvió, de repente, las calles. Un silencio espeso,
palpable, que caló hondo entre los vecinos de Bologna, aunque nadie se
atreviera a salir para esclarecer el motivo de aquella repentina falta de
ruido. La mayoría permaneció velando la nada toda la noche escuchando el sonido
del silencio. Marco decidió ser uno de ellos y se propuso no dejarse vencer por
el sueño, consciente de que algo pasaba, algo de lo que quería ser participe.
Pero la noche se hizo muy larga porque el silencio puede llegar a ser muy
monótono aunque, de vez en cuando, fuera roto por el ruido de la huida. El niño
se rindió a los brazos de Morfeo.
El
alba iluminó la ciudad y esclareció lo ocurrido. Marco se despertó con el
vocerío de la gente en la calle y salió apresuradamente a la vía, con el resto
de su familia. Los vecinos abarrotaban las aceras, la concentración de la gente
era tal que sólo cuando Marco logró abrirse paso entre las piernas allí
congregadas, logró averiguar lo que estaba pasando. Un desfile de tanques,
camiones, coches que había oído decir que llamaban jeep, cargados de soldados
sonrientes que les saludaban en un idioma distinto, entraban en la ciudad desde
la carretera de Florencia, por el puerto de la Futa, desde la calle Murri y la
calle Santo Stefano hacia el centro. Los elementos pesados habían sido
desviados hacia los Jardines Margarita y, de los más ligeros, en vez de la
metralla, se lanzaban caramelos, goma de mascar y chocolatinas a lo largo y
ancho de la ciudad. Marco, como los demás niños, hacía lo imposible para
obtener un buen botín y alcanzar el mayor número de golosinas que caían como
llovidas del cielo. Mientras tanto los aliados estaban ocupando todos los
lugares públicos, los centro neurálgicos de la ciudad: ayuntamiento, cuarteles militares,
centrales eléctricas abrieron sus puertas con alivio a los nuevos venidos. De
los viejos inquilinos sólo quedaba el olor rancio del miedo.
De
la huida de fascistas y alemanes quedaban los ecos nocturnos de unos pasos
apresurados en la calle, de escaleras bajadas en volandas y maletas cargadas en
coches que aguardaban en marcha detrás de una esquina para dirigirse al norte,
donde aún se vislumbraba la posibilidad de salvación. Aún se podía escuchar en
el aire el rugido de los motores de las caravanas de camiones sobrecargados de
soldados que dejaban los cuarteles, soldados que llevaban al hombro toda huella
de su presencia en la ciudad y que se iban transportando emociones encontradas,
el petate, escopeta y enseres inútiles allí adonde pudieran llegar. La certeza
de salvar el pellejo, tan obvia y extendida entre los jerarcas, se iba
diluyendo entre los rangos inferiores a medida que se acercaba el momento de
cruzar el Po. Nada, en la noche, delataba la presencia del río en apariencia
tranquilo y silencioso. Nada sino las grandes hileras de chopos y un olor
extraño, punzante, el olor de la derrota que devuelve el Po a quien no consigue
cruzarlo. Los puentes habían sido bombardeados, en algunos casos, por los
mismos alemanes para dificultar la conquista a los aliados y las pocas barcazas,
ocupadas inmediatamente por los oficiales y los poderosos, fueron insuficientes
para albergar a todo el que deseara pasar a la otra orilla. Muchos fueron los
que se aventuraron a cruzarlo a nado, presos por el pánico de animal acorralado,
notando detrás de sí el aliento hediondo de los que clamarían venganza o
afianzados por el imperturbable discurrir de sus aguas. Los más no sabían
nadar, originarios como eran de pueblos del interior de un país asomado a un
trozo de mar impracticable hasta en verano. En esto los italianos los
aventajaban, en esto y en muchas otras cosas, virtudes que sus superiores
habían intentado esconder o tergiversar, para fomentar en los soldados el odio
y dar cabida a una mínima excusa moral
para hacer más plausible su presencia en aquel país, y que ahora salían a flote
como los cadáveres que devolvía el río. Los petates, las escopetas y el frío
hicieron el resto. Los temidos remolinos, desconocidos a quien no teme el Po,
se encargaron de truncar el sueño de un regreso a casa de centenares de jóvenes,
el único anhelo de los cuales, era volver a abrazar a sus padres. A la mañana
siguiente y durante mucho tiempo, los pescadores y los campesinos de los
pueblos de la zona, encontrarían en sus orillas el reflejo de la desesperación
y la derrota grabado en los vientres hinchados, la piel tensada y transparente
de los que habían desafiado el río y el agua, siempre el agua, manando de la
boca de los ahogados por un tiempo infinito. Como si el agua tuviera memoria y
supiera de donde ha venido y donde tiene que regresar. Mejor fortuna no
corrieron los que quisieron burlar la suerte emprendiendo el camino contrario.
Cuenta la historia, ya convertida en leyenda por el estatus que otorga el paso
del tiempo, que un grupo de fascistas se embarcaron en un viaje con rumbo hacia
el sur y a un destino desconocido. Subidos
a un coche de línea, con identidades falsas y navegando contracorriente,
esperaron encontrar la salvación donde nadie les hubiera buscado, en la boca
del lobo. Con el miedo a flor de piel, que ni los nuevos documentos podían
camuflar, se dirigieron hacia su destino, sólo amparados por el aluminio del
vehículo y la convicción de la genialidad de su idea. Parece ser que no
llagaron muy lejos. En el pueblo de san Posidonio, una localidad entre Mantova
y Modena, a pocos kilómetros a sur del Po, acabó su viaje. Nunca se volvió a
saber de ellos, nunca se encontró su medio de transporte.
Il ritorno a Bologna era stato duro. La città
era controllata con mano di ferro dai
tedeschi. La vita si riduceva a poco più
che andare a scuola ed al lavoro e, inoltre, la
casa di Edoardo
non esisteva piú. Dalla finestra della stanza che lui e sua sorella
avevano occupato nella casa della zia Gianna,
Marco ascoltava i passi della ronda
tedesca che, a partire dal tramonto, camminava
lungo via Santo Stefano e le strade
adiacenti. Il coprifuoco entrava in vigore
alle dieci di sera e, fino alle sei della mattina,
nessuno, se non con un permesso speciale, avrebbe
potuto avventurarsi per le strade di
Bologna senza rischiare di essere
arrestato. Le finestre dovevano rimanere chiuse quasi
ermeticamente e le luci spente o occultate. Marce
notturne, coprifuoco, allarmi, fughe
ai rifugi e bombardamenti erano stati la routine
durante mesi fino a quella notte, la
notte tra il 20 ed il 21 di aprile 1945, durante
la quale un strano silenzio avvolse,
improvvisamente, le strade. Un silenzio
spesso, palpabile che colpí profondamente gli
abitanti di Bologna, benché nessuno osasse uscire
per scoprire il motivo di quella
repentina mancanza di rumore. La maggioranza
rimase vegliando il nulla tutta la notte
ascoltando il suono del silenzio. Marco decise di non essere da meno e si propose di non
lasciarsi vincere dal sonno, cosciente che
qualcosa di importante stava per accadere,
qualcosa di cui voleva essere partecipe. Ma la
notte si fece interminabile gia che il
L'alba illuminò la città e rischiarò ció che era avvenuto. Marco si
svegliò con lo
che li salutavano in una lingua distinta, entrava
in città dalla strada di Firenze, per il