Hubiera
podido ser una tarde como otra, una en las que los deberes cotidianos se alían
para que tu propósito de hacer algo diferente se difumine y desaparezca en
aquel lugar indeterminado, que todos poseemos, que se encuentra entre el “ya lo
haré otro día” y el “hay más días que calabazas”(traducido directamente de la
cultura mallorquina). Afortunadamente la llamada de un buen amigo y mejor
profesor de literatura, me llevó hasta un patio soleado, donde pude sentarme en
una pared de ladrillos a escuchar los sonidos de la primavera que me anunciaba
un desenlace diferente al habitual, mezclados con los murmullos de los alumnos adolescentes, impacientes por salir al calor
de un verano inminente. Pero nada hubiera podido presagiar lo que vendría
después...
La llamada
se había producido aproximadamente hacía un mes y me anunciaba que mi última
novela, “Cuando el día cambia de color”, había sido incluida en un programa de
lectura para los chicos de 1º de Bachillerato del colegio Pius XII y se me
honoraba con la posibilidad de intervenir en la charla y análisis posteriores a
la lectura. Naturalmente accedí, agradeciendo a aquel paladín de la cultura, (que
tendré que añadir a la lista de los dos
o tres que conozco), la posibilidad de participar en una actividad tan
rara en los días que corren. Y es que el profesor en cuestión, que podría
presumir del hecho de haberse ganado la admiración de todos los alumnos que
pasaron por sus clases y a los que enseñó a apreciar y a no vapulear “Las
Letras”, tiene nombre de personaje de antaño. En el país que me vio nacer es el
protagonista de un comic muy famoso, instructivo y culturalmente encomiable,
que vio la luz en 1917 en el Corriere
della Sera. Entre versos y rimas (dísticos y octonarios), la viñetas nos narraban las aventuras de un personaje
entrañable, teniendo como principal función, la pedagógica, elemento que
envuelve y propulsa toda la vida del profesor al que estoy haciendo referencia.
Pero como siempre estoy divagando, perdiéndome en los meandros de las líneas escritas
negro sobre blanco…
Tengo que
admitir que, a estas alturas del curso, me esperaba una asistencia mínima, con
un porcentaje muy bajo de lectores reales de mis escritos, por esto la sorpresa
fue aún mayor cuando los chicos fueron llegando, puntuales a su cita con el
mundo literario.
Sentados en círculo,
(me gustaría más utilizar “sentados en
corro”, dada la atmosfera intimista y cultural que se respiraba en la estancia),
el profesor empezó desgranando algunos de los temas claves de la novela, con la
sabiduría que sólo posee el que ha leído un millón de libros y al que apasiona
su trabajo. Y surgió la magia: los asistentes, que realmente, habían leído mi
novela, la abrieron ante mí, como si de un abanico se tratara, comentando
pasajes, citando líneas enteras, encontrando la emoción dentro de la emoción,
explicando sus sensaciones al leer mis palabras. Todo esto con un
apasionamiento, una preparación y un entusiasmo que creía perdidos.
De esta manera
fue como conocí al músico de conservatorio que reinterpreta las piezas clásicas
según su estado de ánimo, teniendo en cuenta la época en que fueron escritas, empapándose
de historia de la música para entender el porqué de aquellos garabatos sobre un
pentagrama, el milagro de cómo, una vez trasportados sobre las teclas de un
piano o las cuerdas de un violín, adquieren un significado que nos derrite el
alma.
O la chica
tímida que escribe poemas y no se atreve a declamar sus palabras. Su
sensibilidad es evidente en sus gestos, en su forma de expresarse, de moverse.
Espero que se ponga en contacto conmigo para hablarme de poesía, en la que no
estoy muy puesta y para que me acompañe a unas reuniones de poetas a las que,
desde hace poco, participo, dónde tendría la posibilidad de expresarse, el día
en que se sienta preparada.
Y qué decir
de un chico que conozco desde pequeño, que parecía haber devorado mí novela y
conocer detalles dentro de los detalles, expresándolos con un entusiasmo y un
apasionamiento que me dejaron impactada. Había reinterpretado mis sensaciones adaptándolas
a las suyas, en una simbiosis perfecta. Además con sus reflexiones me hicieron recordar que "todos necesitamos un poco de sur, para no perder el norte".
Por no
hablar del actor de teatro que escribe para liberar sus emociones y que, como
yo, siempre tiene una libreta a mano por si surge alguna idea, alguna frase que
no hay que olvidar. Le exhorto a continuar con su tarea, a no obsesionarse
delante de la hoja en blanco, a pensar mientras vive y a escribir cuando la
inspiración llegue, a captar las historias que tiene que contar desde sus
entorno: la vida está llena de historias que esperan ser contadas…y de alguna
manera irán en su búsqueda.
O de las
preguntas interesantes de la muchacha que conozco de vista, de tanto ir y venir
por el colegio, que hizo que revelara datos personales acerca de la novela y elementos
sobre mi forma de trabajar.
A los demás
que aportaron sensaciones, emociones, que me hicieron sentir importante, que me
hicieron creer que hay esperanza en una generación que no perderá ciertos
valores y que buscará la manera de sentirse vivo y realizado, dentro o fuera
del trabajo, incluso como el propio profesor indica, reivindicando el derecho a
los fines de semana intimistas, tumbados detrás de una pila de libros a punto
de ser leídos o releídos.
A todos
ellos, gracias por haberme hecho contar una anécdota ocurrida realmente y que
tiene como protagonista a mi padre, hombre de espíritu aventurero y modestia a
escala industrial (creo que, sin ni siquiera imaginarlo, fue uno de los
primeros windsufistas de la historia, navegando con una tabla de madera a vela,
que aún conserva, por aguas tempestuosas y que efectuó varias hazañas sin darle
ninguna importancia, llegando al punto de no llegar a contarlas…aquí estoy yo
para hacerlo y dejar constancia de las cosas, para que sean inmortales. Ante la
futilidad de la vida, aquí quedáis vosotros, el grupo del Club de Lectura, los
que participasteis ayer en un intercambio enriquecedor de ideas, para siempre
plasmados en mis palabras (esta vez no han sido ponderadas durante días, sino
escritas por impulso…a veces la mejor manera de hacer las cosas, siguiendo
nuestros instintos), con muchos años de vida por delante y con la seguridad de
la inmortalidad asegurada, aunque sólo sea en un modesto blog. Para todos
vosotros va la historia de la épica escalada:
…Esta historia la recordaba bien. Siempre me
había fascinado y encontraba injusto que no se hubiera reconocido el merito de
aquella proeza alpina, a los que la habían llevado a cabo. Por lo menos a nivel
de asociaciones montañesas locales, que en la era de las escaladas calculadas
al milímetro, presumían de ascensiones mucho menores que la realizada por los
protagonistas de aquella aventura.
La historia se sitúa a principios de los
años sesenta cuando un grupo de amigos, cadetes de la marina militar decidieron
escalar el Mont Blanc. Tomaron la
decisión en un día de agosto en la playa y alrededor de mediados de mes,
empezaron la gesta. Se trataba de ocho amigos dispuestos a llegar hasta donde
pudieran y a pasárselo bien. No se habían
entrenado para ello y el equipamiento que alquilaron en la ciudad más
próxima al punto desde donde empezaron la ascensión, fue sencillo e
insuficiente. Llegaron en tren hasta la costa italiana, donde se pararon a
nadar en un pueblo encaramado a las rocas. Allí mi padre sufrió las picaduras
de unas medusas que yacían en la orilla. Los pies se le llenaron de ampollas,
pero esto no le paró. Siempre en tren llegaron hasta Courmayeur donde alquilaron los enseres necesarios para la
ascensión. Llegaron al primer refugio
situado a 3500 metros
por la tarde. Una avalancha de nieve había hundido una pared de la
barraca de madera y la había sustituido por una masa blanca y helada que se
deslizaba hacia el interior, haciendo inservible la mitad de la estancia. Los
ocho amigos y otros visitantes tuvieron que
dormir de costado, apoyándose en la espalda del que tenían delante, por
falta de espacio. El frío era insoportable, y el cansancio monumental. Se
pusieron en marcha a las tres de la mañana, utilizando unas linternas para
orientarse en aquel desierto blanco que, en aquellas horas parecía más oscuro
que el betún. Habían tenido que dejar atrás a tres componentes del grupo que
empezaban a advertir los primeros síntomas del mal de altura.
Los cinco llegaron al segundo refugio,
situado a cuatro mil doscientos metros de altura, sobre las diez de la mañana.
Dicho resguardo consistía en una estructura metálica, cuya entrada había que
ser liberada de la nieve a fuerza de picos y palas. El acceso era, en efecto,
un agujero escavado en la nieve con forma de codo, lo justo para que pudiera
pasar el cuerpo de un hombre deslizándose sobre los antebrazos. Un lugar
claustrofóbico donde los hombres intentaron calentar un poco de agua en un
hornillo de gas, para poder tomar una infusión tibia que les permitiera descongelar
sus artos inferiores y adquirir el coraje necesario para iniciar el último
asalto, el ascenso hasta los cuatro mil ochocientos diez metros de la cima.
Sólo lo consiguieron tres: mi padre, su gran amigo Aldo y un conocido que se
había unido a la expedición en el último momento. Avanzando sobre un crestón
helado, de medio metro de anchura y asomado a dos caídas libres de casi un quilómetro,
los tres hombres agarraban los crampones de sus botas al suelo helado, teniendo
el cuidado de colocar un pie delante del otro, para no precipitar al barranco.
Unos minutos en la cima, lo justo para una foto y poco más, porque la falta de
oxígeno no les dejó tiempo ni para alegrarse de la hazaña conseguida, ni para
celebrarlo como era debido. Bajaron para recoger lo más rápidamente posible a
sus compañeros enfermos de demasiada proximidad al cielo, y para curarse los
pies doloridos. Mi padre recordaría durante años la sangre y el pus que
manaban, cual fluido viscoso, de sus ampollas reventadas. Nadie los esperaba abajo
para felicitarles, ningún periodista escribió nunca un artículo acerca de
aquello. Se limitaron a coger el tren y a volver a casa, contando la aventura
en contadas ocasiones, sin alardes ni ostentaciones, conscientes de que lo que
había ocurrido en un soleado día de agosto, con los rayos abrasándoles la piel,
no le interesaba a nadie.
Efectivamente mi padre no habló casi nunca
del tema. Yo lo supe un día, por casualidad, mientras mirábamos juntos un documental
acerca de las mayores cimas de Europa.
—“Yo he estado allí” —me dijo, indicándome con el dedo la imagen
televisiva que mostraba la cima del Mont
Blanc—. “Subí por la vertiente sur, la italiana,
pero llegué hasta la parte francesa” —añadió, como quien no quiere la cosa.
—“¿Has escalado el Mont Blanc?
¿Lo saben tus amigos excursionistas? ¿Está al corriente la asociación nacional
a la que perteneces?” —le pregunté, asombrada por el maravilloso
descubrimiento acerca de mi padre.
—“No” —contestó él—. “Nunca lo he contado, no creo sea de mucho
interés”.
Años después, estando yo en casa de mis
padres, recibimos una llamada telefónica, a la que contesté personalmente.
Una voz al otro lado me hizo saber que se
llamaba Aldo, y era un amigo de juventud de mi padre. No relacioné su nombre
enseguida, pero después de una larga conversación con él, mi padre apareció en
la cocina.
—“Era Aldo” —me dijo—, “mi
amigo en la Academia
Militar. El que fue mi compañero en la subida hacia el Mont Blanc” —siguió—. “Dice que se está haciendo mayor y necesita
hablar de aquella aventura con alguien que estuvo allí, para estar seguro de
que aquello fue real. Sus hijos y sus nietos no le creen y está empezando a
dudar”.
—“Papá, tienes absolutamente que quedar con él. Invítale a casa: sé que
vive lejos, pero creo que valdrá la pena escuchar sus relatos” —dije,
como si se tratara de lo más importante en el mundo.
Recuerdo que aquella situación me produjo
una gran tristeza: ¿hay cosa peor en la vida que no ser creído?
El encuentro nunca se llevó a cabo. Mi padre
empezó a no encontrarse bien, mi madre enfermó y ya no hubo tiempo para nada.
Francesca
Valentincic
Cuando el
día cambia de color (Ediciones Atlantis)
El día 7 de
junio estaré en Madrid, firmando ejemplares de la novela en La Feria del Libro.
No conozco a nadie en la capital de este reino sin Rey, si alguien vive por
allí o tiene algún conocido que vaya el día 7/6 a la caseta 42 del Parque del
Buen Retiro, de 13.00 a 15.00. Será una experiencia maravillosa y un gran
honor, pero no creo que llegue a emocionarme tanto como la tarde de primavera
pasada sentada en corro en un aula de bachillerato, con el aire cálido de
primavera entrando por ella mezclándose a las sensaciones y percepciones literarias
de unos chicos que…
Si alguien quiere
ponerse en contacto conmigo: