jueves, 24 de abril de 2014

LA MEMORIA DEL AGUA...EL RECUERDO ES IMPORTANTE


Hace algunos años empecé mis andaduras en el mundo literario a través de la recopilación de unas anécdotas que formaron parte de mi universo infantil, historias contadas como si de un cuento se tratara en las calurosas tardes de verano, por parte de mis padres y mis abuelos. Dicha colección se transformaría en una novela  que no representaría sino parte del legado que quería dejar en herencia a mis hijos: una memoria histórica indispensable para seguir seguros hacia el futuro, con una sabiduría adquirida imprescindible para no cometer los mismos errores. Algo tan simple como el conocimiento de algunos hechos históricos, algo tan banal como el aprender de lo sucedido, parece no serlo tanto en los días de la ignorancia institucionalizada. Mañana, casi hoy dada la hora, 25 de abril, será un día festivo en el país que me ha visto nacer: los niños no tendrán colegio y  muchos padres aprovecharán para organizar unas mini vacaciones con la familia. Pero sólo la frase de una amiga en un e mail esta tarde, me ha hecho reflexionar sobre la importancia de escribir estas líneas: ya había decidido hacerlo, pero sus palabras han dado un giro inesperado al sentido de mi escrito.

“Feliz 25 de abril” rezaba su misiva “y, por favor, no os canséis de contar qué significado tiene este día o pronto, todo el mundo lo habrá olvidado”.

Este escrito que quería ser una dedicatoria a mi padre, que en esta fecha emblemática celebra su onomástica y del que he tenido la suerte de oír contar los hechos que vendrán a continuación, ya que los vivió en primera persona, se ha convertido en una desesperada lucha contra el olvido y el desconocimiento.

Acto seguido os contaré la anécdota, novelada, que vivió mi padre en su día y que es parte integrante de mi novela “La memoria del agua”. Si me lo permitís, añadiré una improvisada versión en italiano, una traducción rápida para quién no esté dispuesto a olvidar.

Dedicado a mi padre y a la amiga que no cree en el olvido.

“…La vuelta a Bologna había sido dura. La ciudad estaba controlada con mano de hierro por los alemanes. La vida se reducía a poco más que ir a la escuela y al trabajo: además la casa de Edoardo ya no existía. Desde la ventana del cuarto que él y su hermana habían ocupado en la casa de la tía Gianna, Marco escuchaba los pasos de la ronda alemana que marchaba por la via Santo Stefano y las adyacentes, desde el anochecer. El toque de queda entraba en vigor a las diez de la noche y, hasta las seis de la mañana, nadie, sino con un permiso especial, podría haberse aventurado por las calles de Bologna sin arriesgarse a ser detenido. Las ventanas tenían que permanecer cerradas a cal y canto y las luces apagadas u ocultadas. Marchas nocturnas, toque de queda, alarmas, huidas a los refugios y bombardeos habían sido lo acostumbrado durante meses. Hasta aquella noche, la noche entre el 20 y el 21 de abril de 1945, en la que un extraño silencio envolvió, de repente, las calles. Un silencio espeso, palpable, que caló hondo entre los vecinos de Bologna, aunque nadie se atreviera a salir para esclarecer el motivo de aquella repentina falta de ruido. La mayoría permaneció velando la nada toda la noche escuchando el sonido del silencio. Marco decidió ser uno de ellos y se propuso no dejarse vencer por el sueño, consciente de que algo pasaba, algo de lo que quería ser participe. Pero la noche se hizo muy larga porque el silencio puede llegar a ser muy monótono aunque, de vez en cuando, fuera roto por el ruido de la huida. El niño se rindió a los brazos de Morfeo.

El alba iluminó la ciudad y esclareció lo ocurrido. Marco se despertó con el vocerío de la gente en la calle y salió apresuradamente a la vía, con el resto de su familia. Los vecinos abarrotaban las aceras, la concentración de la gente era tal que sólo cuando Marco logró abrirse paso entre las piernas allí congregadas, logró averiguar lo que estaba pasando. Un desfile de tanques, camiones, coches que había oído decir que llamaban jeep, cargados de soldados sonrientes que les saludaban en un idioma distinto, entraban en la ciudad desde la carretera de Florencia, por el puerto de la Futa, desde la calle Murri y la calle Santo Stefano hacia el centro. Los elementos pesados habían sido desviados hacia los Jardines Margarita y, de los más ligeros, en vez de la metralla, se lanzaban caramelos, goma de mascar y chocolatinas a lo largo y ancho de la ciudad. Marco, como los demás niños, hacía lo imposible para obtener un buen botín y alcanzar el mayor número de golosinas que caían como llovidas del cielo. Mientras tanto los aliados estaban ocupando todos los lugares públicos, los centro neurálgicos de la ciudad: ayuntamiento, cuarteles militares, centrales eléctricas abrieron sus puertas con alivio a los nuevos venidos. De los viejos inquilinos sólo quedaba el olor rancio del miedo.

De la huida de fascistas y alemanes quedaban los ecos nocturnos de unos pasos apresurados en la calle, de escaleras bajadas en volandas y maletas cargadas en coches que aguardaban en marcha detrás de una esquina para dirigirse al norte, donde aún se vislumbraba la posibilidad de salvación. Aún se podía escuchar en el aire el rugido de los motores de las caravanas de camiones sobrecargados de soldados que dejaban los cuarteles, soldados que llevaban al hombro toda huella de su presencia en la ciudad y que se iban transportando emociones encontradas, el petate, escopeta y enseres inútiles allí adonde pudieran llegar. La certeza de salvar el pellejo, tan obvia y extendida entre los jerarcas, se iba diluyendo entre los rangos inferiores a medida que se acercaba el momento de cruzar el Po. Nada, en la noche, delataba la presencia del río en apariencia tranquilo y silencioso. Nada sino las grandes hileras de chopos y un olor extraño, punzante, el olor de la derrota que devuelve el Po a quien no consigue cruzarlo. Los puentes habían sido bombardeados, en algunos casos, por los mismos alemanes para dificultar la conquista a los aliados y las pocas barcazas, ocupadas inmediatamente por los oficiales y los poderosos, fueron insuficientes para albergar a todo el que deseara pasar a la otra orilla. Muchos fueron los que se aventuraron a cruzarlo a nado, presos por el pánico de animal acorralado, notando detrás de sí el aliento hediondo de los que clamarían venganza o afianzados por el imperturbable discurrir de sus aguas. Los más no sabían nadar, originarios como eran de pueblos del interior de un país asomado a un trozo de mar impracticable hasta en verano. En esto los italianos los aventajaban, en esto y en muchas otras cosas, virtudes que sus superiores habían intentado esconder o tergiversar, para fomentar en los soldados el odio y dar cabida a una mínima  excusa moral para hacer más plausible su presencia en aquel país, y que ahora salían a flote como los cadáveres que devolvía el río. Los petates, las escopetas y el frío hicieron el resto. Los temidos remolinos, desconocidos a quien no teme el Po, se encargaron de truncar el sueño de un regreso a casa de centenares de jóvenes, el único anhelo de los cuales, era volver a abrazar a sus padres. A la mañana siguiente y durante mucho tiempo, los pescadores y los campesinos de los pueblos de la zona, encontrarían en sus orillas el reflejo de la desesperación y la derrota grabado en los vientres hinchados, la piel tensada y transparente de los que habían desafiado el río y el agua, siempre el agua, manando de la boca de los ahogados por un tiempo infinito. Como si el agua tuviera memoria y supiera de donde ha venido y donde tiene que regresar. Mejor fortuna no corrieron los que quisieron burlar la suerte emprendiendo el camino contrario. Cuenta la historia, ya convertida en leyenda por el estatus que otorga el paso del tiempo, que un grupo de fascistas se embarcaron en un viaje con rumbo hacia el sur y a un destino desconocido. Subidos  a un coche de línea, con identidades falsas y navegando contracorriente, esperaron encontrar la salvación donde nadie les hubiera buscado, en la boca del lobo. Con el miedo a flor de piel, que ni los nuevos documentos podían camuflar, se dirigieron hacia su destino, sólo amparados por el aluminio del vehículo y la convicción de la genialidad de su idea. Parece ser que no llagaron muy lejos. En el pueblo de san Posidonio, una localidad entre Mantova y Modena, a pocos kilómetros a sur del Po, acabó su viaje. Nunca se volvió a saber de ellos, nunca se encontró su medio de transporte.
 
 
Gli alleati entrano a Bologna ,21 aprile 1945


Il ritorno a Bologna era stato duro. La città era controllata con mano di ferro dai 

 tedeschi. La vita si riduceva a poco più che andare a scuola ed al lavoro e, inoltre, la

casa di Edoardo  non esisteva piú. Dalla finestra della stanza che lui e sua sorella

avevano occupato nella casa della zia Gianna, Marco ascoltava i passi della ronda

tedesca che, a partire dal tramonto, camminava lungo via Santo Stefano e le strade

adiacenti. Il coprifuoco entrava in vigore alle dieci di sera e, fino alle sei della mattina,

nessuno, se non con un permesso speciale, avrebbe potuto avventurarsi per le strade di

Bologna senza rischiare di essere arrestato. Le finestre dovevano rimanere chiuse quasi

ermeticamente e le luci spente o occultate. Marce notturne, coprifuoco, allarmi, fughe

ai rifugi e bombardamenti erano stati la routine durante mesi fino a quella notte, la

notte tra il 20 ed il 21 di aprile 1945, durante la quale un strano silenzio avvolse,

improvvisamente, le strade. Un silenzio spesso, palpabile che colpí profondamente gli

abitanti di Bologna, benché nessuno osasse uscire per scoprire il motivo di quella

repentina mancanza di rumore. La maggioranza rimase vegliando il nulla tutta la notte

ascoltando il suono del silenzio. Marco decise di non essere da meno e si propose di non

lasciarsi vincere dal sonno, cosciente che qualcosa di importante stava per accadere,

qualcosa di cui voleva essere partecipe. Ma la notte si fece interminabile gia che il

 silenzio può diventare tremendamente monotono benché fosse rotto, ogni tanto, dal

 rumore della fuga, ed il bambino si arrese alla chiamata di Morfeo.

  L'alba illuminò la città e rischiarò ció che era avvenuto.  Marco si svegliò con lo

 schiamazzo della gente per strada ed uscì affrettatamente sulla via, con il resto della

 sua famiglia. I vicini affollavano i marciapiedi, la concentrazione della gente era tale

 che solo quando Marco riuscì a farsi largo tra le gambe delle persone lí congregate,

 riuscì a verificare quello che stava succedendo. Una sfilata di carri armati, camion,

 automobili che aveva sentito dire che si chiamavano jeep, carichi di soldati sorridenti

 che li salutavano in una lingua distinta, entrava in città dalla strada di Firenze, per il

 passo della Futa, dalla via Murri e la via Santo Stefano fino al centro. Gli elementi

 pesanti, erano stati fatti derivare ai Giardini Margherita e, dai più leggeri, invece della

 mitraglia, venivano lanciate caramelle, gomme da masticare e cioccolata lungo tutta la

 città. Marco, come gli altri bambini, faceva tutto il possibile per ottenere un buon

 bottino e riunire il maggiore numero di caramelle che piovevano come cadute del

 cielo. Nel frattempo gli alleati stavano occupando tutti i posti pubblici, i centri

 nevralgici della città:  municipio, caserme militari, centrali elettriche aprirono le loro

 porte con sollievo ai nuovi venuti. Dei vecchi inquilini rimaneva solo l'odore rancido

 della paura.

 Della fuga di fascisti e tedeschi rimaneva l’eco notturno di alcuni passi affrettati per

 strada, di scale scese di corsa e valigie caricate in automobili che aspettavano in marcia

 dietro un angolo per dirigersi verso nord, dove ancora si scorgeva la possibilità di

 salvezza. Ancora si poteva ascoltare nell'aria il ruggito dei motori delle carovane di

 camion sovraccarichi di soldati che lasciavano le caserme, soldati che portavano in

 spalla tutte le impronte della loro presenza in città ed andavano via, trasportando

 emozioni contrastate, lo zaino, il fucile ed utensili inutili lì dove sarebbero potuti

  arrivare. La certezza di salvare la pelle, così ovvia ed estesa tra i gerarchi, si andava

 diluendo tra i ranghi inferiori man mano che si avvicinava il momento di attraversare il

 Po. Niente, nella notte, tradiva la presenza del fiume, in apparenza tranquillo e

 silenzioso. Nulla se non le grandi file di pioppi ed un odore strano, acuto, l'odore della

 sconfitta che restituisce il Po a chi non riesce ad attraversarlo. I ponti erano stati

 bombardati, in alcuni casi, dagli stessi tedeschi per ostacolare la conquista agli alleati, e

 le poche chiatte, occupate immediatamente dagli ufficiali ed i potenti, furono

 insufficienti per albergare chiunque desiderasse passare sull'altra riva . Molti furono

 quelli che si arrischiarono ad attraversarlo a nuoto, presi dal panico di un animale

 accerchiato, notando dietro la nuca l'alito pestilente di chi avrebbe clamato vendetta o

 rassicurati dall'imperturbabile discorrere delle sue acque. I più non sapevano nuotare,

 originari come erano di villaggi dell'interno di un paese affacciato ad un pezzo di mare

 impraticabile perfino d’estate. In questo gli italiani li avvantaggiavano, in questo ed in

 molte altre cose, virtù che i loro superiori avevano tentato di nascondere e tergiversare,

 per fomentare nei soldati l'odio e lasciare spazio ad una minima scusa morale per fare

 più plausibile la loro presenza in quel paese, e che ora venivano a galla come i cadaveri

 che restituiva il fiume. Gli zaini, i fucili ed il freddo fecero il resto. I temuti mulinelli,

 sconosciuti a chi non teme il Po, si incaricarono di troncare il sogno di un ritorno a casa

 di centinaia di giovani, l'unico anelito dei quali, era tornare ad abbracciare i propri

 genitori. La mattina seguente, e durante molto tempo, i pescatori ed i contadini dei

 paesi della zona avrebbero trovato, sulle sue rive, il riflesso della disperazione e la

 sconfitta registrato nei ventri gonfi, la pelle tesa e trasparente di chi aveva sfidato il

 fiume, con l'acqua, sempre l'acqua, sgorgando  dalla bocca durante un tempo

 infinito. Come se l'acqua avesse memoria e sapesse da dove è venuta e dove deve

 ritornare.

 Migliore fortuna non corsero quelli che vollero eludere la sorte intraprendendo la strada

 contraria. Racconta la storia, già convertita in leggenda dallo status che concede il

 passare del tempo, che un gruppo di fascisti si imbarcò in un viaggio con rotta verso sud

 e diretti verso un destino sconosciuto. Montati su di una corriera, con identità false e

 navigando controcorrente, sperarono di trovare la salvezza dove pensarono che nessuno

 li avrebbe cercati, nella bocca del lupo. Con la paura a fior di pelle che né i nuovi

 documenti potevano camuffare, si diressero verso il loro destino protetti solo

 dall’alluminio del veicolo e la convinzione della genialità della loro idea. Sembra che

 non arrivarono molto lontano. Nel paese di San Posidonio, una località tra

 Mantova e Modena, a pochi chilometri a sud del Po, finì il loro viaggio. Di loro non si

 seppe mai nulla e non si trovò mai il loro mezzo di trasporto.

 
Francesca valentincic: La memoria del agua, Lleonar Muntaner Editor

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