La llamada de una buena amiga esta mañana, me ha recordado esta necesidad, sobretodo porque ella, excelente anfitriona, tiene una casa tan acogedora que, aunque ella no lo sepa, ha sido elegida como mi lugar preferido para recargar el alma de buenas vibraciones. Siempre digo que hay casas de todos tipos y estilos: modernas, recargadas, antiguas, minimalistas, bohemias.Todas pueden tener algo positivo, aunque no me guste la decoración, pero es innegables que las hay que te echan, de alguna manera hacen que no te sientas a gusto y que no quieras permanecer en ellas más que lo necesario. Definitivamente no es el caso de la morada de mi amiga, donde el té calienta mi interior a la par que sus paredes, y las galletas caseras de mantequilla me alimentan junto a las palabras de la propietaria. Ella sabe de quien estoy hablando y quiero dedicarle unas páginas de mi última novela que, con entusiasmo y cariño, acaba de leer. Va por ti, querida amiga de tertulias enriquecedoras.
Ah, la banda sonora, en este momento está a cargo de John Denver y Simon and Garfunkel (absolutamente en versión vinilo)...y quien si no, para un momento como este.
"...Porque cuando Carlos se marchaba por la mañana temprano y el alba se asentaba, Blanca bajaba hasta la orilla del mar, caminaba por la playa recogiendo unas conchas que, a su regreso colocaba en un jarrón de cristal situado en la mesita de la entrada cerca del plato de las llaves, y subía por un camino entre matorrales, donde encontraba los elementos vegetales y minerales (las flores escaseaban) que, una vez en casa, arreglaba con sabiduría en composiciones dignas de la mejor floristería alternativa. Después de una ducha rápida empezaba la preparación de la tarta del día. Y esperaba, convencida que en algún momento, su mejor amiga aparecería por la puerta. Por esto no podía empezar ninguna tarea importante, todo tenía que ser perfecto, todo en su sitio, en orden, todo a punto. Los mantelitos para el té, la tarta, los arreglos vegetales. En cierta manera, justamente por esto, nunca le habían gustado las visitas programadas, le hacían estar en tensión, no empezaba ninguna labor, siempre esperando al que tenía que llegar: prefería las visitas espontáneas, que la pillaban por sorpresa, haciendo lo que fuera y con el alibi de poder ofrecer simplemente lo que había en aquel momento en la despensa o en la nevera. Pero aquella situación era distinta, sabía que alguien vendría, era lógico que lo hiciera y ella lo necesitaba.
Cuando llegaba el mediodía sin que nadie
hubiera hecho acto de presencia, se preparaba rápidamente algo de comer,
dejando la cocina impoluta y con los mantelitos preparados para el té. Nunca
tocaba el dulce que había preparado, colocaba el jarrón con las flores o los
arbustos de turno, secaba y guardaba los platos y los cubiertos que había empleado, para que la coreografía fuera perfecta,
para que la casa y la cocina no perdieran aquel aspecto entrañable que ella percibía
y quería transmitir. Pero su cocina hacía años que había perdido aquella aura de paz y sosiego que ella había construido
a base de paciencia y terquedad.
Su obstinación había conseguido crear un mundo
a su medida, un lugar de paso donde las personas pudieran abastecer el cuerpo y
la mente, para poder partir con las pilas recargadas, un puerto de mar donde
resguardarse de las tormentas de la vida. Recordaba que alguien, un día, le
había hablado de una conocida que vivía sola en un ático muy céntrico en la
ciudad. Cuando, por las noches, encendía las luces del salón, aquella esquina
luminosa ejercía un poder de atracción para los amigos que salían de los
restaurantes o las discotecas, cual bombilla para unas falenas decepcionadas
por una noche que habían esperado diferente. Todos
se dirigían, entonces, hacia aquel faro en medio del cemento, aquel
único lugar de acogida que, con su luz, los salvaba de estrellarse en los
meandros del amanecer.
Concebía
la amistad como un apéndice de su vida familiar, inseparable de cualquier
actividad, parte de su cotidianidad. Le encantaba organizar meriendas que se
prolongaban más allá de la cena, se alegraba si el timbre de la puerta sonaba
porque una amiga se había desviado de su camino para ir a verla. Era una firme promotora de veladas intimistas y reencuentros de viejos amigos. Tardó
años en darse cuenta de que no todo el mundo tenía la misma percepción de la
amistad. Mientras tanto había luchado con uñas y dientes para impulsar
amistades recién empezadas, para avivar la llama de las consolidadas, para
mantener pegados los fragmentos de las que ya hacía tiempo que habían dejado de
existir y que Blanca se negaba a dejar partir, por si quedaba algo de los
buenos tiempos. "Francesca Valentincic: "Cuando el día cambia de color" Ediciones Atlantis
www.edicionesatlantis.com/catalogo/3/831/
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